El martes pasado, por órdenes de Marco Rubio, el Departamento de Estado de Estados Unidos revocó y restringió visas a cinco europeos a quienes acusa de liderar un “ecosistema de censura” que presiona a las plataformas tecnológicas estadounidenses para bajar contenidos. Rubio lo justificó como una defensa de la Primera Enmienda, pero abrió una confrontación directa con la Unión Europea y dejó ver cómo el trumpismo está reordenando la política de medios en Estados Unidos.
Los sancionados no son figuras menores. Entre ellos está el francés Thierry Breton, excomisario europeo y principal diseñador de la Ley de Servicios Digitales (DSA), conocido por sus choques públicos con Elon Musk. Junto a él aparecen directivos de organizaciones civiles dedicadas a documentar el odio y la desinformación en redes sociales y a asesorar legalmente a las víctimas. La señal es clara: Estados Unidos personaliza el castigo y busca disciplinar a quienes empujan reglas que incomodan a Donald Trump y a las grandes plataformas.
El argumento oficial es la “censura extraterritorial”. Según Rubio, leyes como la DSA obligan a las plataformas globales a moderar contenidos, de modo que termina afectando lo que ve un usuario en Estados Unidos. Para el gobierno estadounidense, permitirlo equivale a entregar soberanía. Esa es la coartada. El problema es que lo que se denuncia afuera como censura se replica adentro como presión.
Dato mata relato. Mientras Rubio acusa a Europa de limitar la libertad de expresión, dentro de Estados Unidos se aprieta el cerco contra los medios y los periodistas. Trump ha pedido públicamente que se retiren las licencias de transmisión de ABC, NBC y CBS por una cobertura que califica de “100% negativa”. Al mismo tiempo, la Comisión Federal de Comunicaciones abrió investigaciones por supuestas “ediciones sesgadas” de programas periodísticos.
A esto se suma una decisión administrativa inédita: el gobierno canceló todas las suscripciones federales a The Washington Post, The New York Times y Politico, prohibiendo que los empleados públicos las reciban.
El golpe más profundo llegó a los medios públicos. En marzo pasado, la Agencia de Estados Unidos para los Medios Globales fue desmantelada tras el despido de cerca de 1,600 empleados. Se eliminó el financiamiento a Voice of America, Radio Free Europe/Radio Liberty, Radio Free Asia y Radio y TV Martí. En agosto, el recorte de 1,100 millones de dólares a la Corporación para el Servicio Público dejó a NPR y PBS al borde de la quiebra. No es austeridad: es depuración política.
Europa respondió con indignación y estudia represalias para 2026: reciprocidad de visados y multas de hasta el 6% de la facturación global a la Big Tech bajo la DSA. Ese mismo argumento ya asoma hacia México, que impulsa reformas como el polémico Artículo 30-B de la reforma fiscal, obligando a las plataformas digitales a dar acceso en tiempo real a sus bases de datos. En Washington se considera que esto viola el T-MEC —artículos 19.11 y 19.17— y no se descarta aplicar restricciones de visa a directivos del SAT y de la Secretaría de Economía, bajo el mismo cargo de “intervencionismo digital”. El equilibrio es incómodo: bajo la bandera de la libertad, Estados Unidos avanza hacia el control. Y el choque empieza.
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